La libertad no cabe en una mochila
El capitalismo nos hace creer que somos cada vez más grandes mientras el sentido de nuestra existencia se reduce a lo ínfimo


Hace unas semanas, corrió como la pólvora un vídeo en el que la cantante Lola Índigo explica por qué no quiere tener hijos. “No quiero esa pedazo de responsabilidad de por vida porque yo busco la libertad (...) y siento que la libertad, cuando tienes una criatura a tu cargo, desaparece por completo. Me refiero a la full libertad, a cogerme una mochila e irme a tomar por culo sin depender de nada ni de nadie”, dice.
En este mismo diario, Luz Sánchez-Mellado atribuía el escándalo que habían causado sus declaraciones a la manía de cuestionar las decisiones de las mujeres, sobre todo las que se refieren a lo procreativo (por defecto y por exceso; pregúntenle a una madre de familia numerosa los comentarios y miradas que recibe a diario), y puede que algo de eso haya. Pero unas semanas antes ocurrió lo mismo con un corte del podcast de Jordi Wild en el que el youtuber dice exactamente lo mismo que Lola Índigo: explica que, a sus 40, “de momento” no quiere tener hijos. “Creo que es ceder tu vida durante un tiempo muy prolongado a otro ser”.
Así que es probable que ninguno de esos dos vídeos se hiciera viral por el sexo de sus protagonistas, ni siquiera por su anuncio de renunciar a la paternidad, una decisión que no es extraña en mi generación, que es la suya. Lo que sorprendía era lo descarnado de sus argumentos, pues normalmente aludimos, no sin razón, a las causas materiales del invierno demográfico —de la precariedad laboral al problema de la vivienda—, olvidando que todo modelo económico tiene su propuesta antropológica. Y que la del capitalismo es, como proclama Lola Índigo, la de identificar la libertad con la huida, no de un país sino del encuentro con el otro. La del temor a la entrega, a “ceder la vida”, como dice Jordi Wild, a cualquier cosa que esté fuera de la esfera productiva y de consumo hedonista. La de hacernos creer cada vez más grandes mientras el sentido de nuestra existencia se reduce a lo ínfimo, a lo ridículo. Decía Pasolini que los bienes de consumo superfluos generan vidas superfluas. Y basta echarles un vistazo a los vídeos de estos dos referentes juveniles para darse cuenta de que acertaba.
“Cuanto más insignificante es el elemento al que dejamos que nos robe el corazón, más pánico genera, exponencialmente, el perderlo o que sea arrebatado de nosotros”. Lo escribe el sacerdote Llorenç Sagalés, un sabio al que tengo la suerte de poder llamar amigo, en un libro de conversaciones con el catedrático de Física Àlvar Sánchez que se publicará en otoño en CEU Ediciones. Y, ¿qué tienen miedo a perder las Lolas Índigo y los Jordis Wild del mundo, las clases medias y altas que, pudiendo, deciden no tener hijos? No es la libertad sino su posición social. El trabajo y las experiencias de consumo a las que han reducido sus vidas, que a veces se disfrazan incluso de trascendencia —un viaje para conocerse a uno mismo, un curso de meditación para conectarse con el absoluto—.
En una de las conversaciones que recoge el libro, el religioso y el físico hablan precisamente sobre la libertad, que no es poder elegir entre lo bueno y lo malo, sino servir al amor. Y ese amor siempre tiene como depositario un otro, sea divino o humano. Esta idea es totalmente compatible con no tener hijos; el mundo está lleno de gente sin descendencia que se entrega: cuidadores, voluntarios, misioneros, revolucionarios, monjes, por poner unos ejemplos. Sin embargo, es totalmente incompatible con vivir encerrado en uno mismo. Con pensar que somos lo que producimos y consumimos. Con creer que la libertad cabe en una mochila.
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