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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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El terrorismo de ultraderecha y el virus civilizatorio

Un asesinato en Francia y otros episodios recuerdan los terribles riesgos del auge de la amalgama ideológica de nacionalistas y supremacistas

Marcha neofascista en París el pasado 10 de mayo
Andrea Rizzi

El señor Hichem Miraoui, de origen tunecino, fue asesinado a tiros el pasado sábado en el sur de Francia. La Fiscalía Antiterrorista gala ha asumido esta semana la investigación del asesinato como un crimen de carácter racista vinculado a la extrema derecha, primera vez que lo hace desde su creación en 2019. El hombre detenido como presunto asesino había dejado un inequívoco rastro racista e islamófobo en las redes.

Días antes, en Alemania, la policía había detenido a cinco jóvenes de la órbita ultraderechista por presuntamente planear ataques contra migrantes o contra adversarios políticos.

A finales de abril, también en Francia, un joven maliense fue asesinado a puñaladas en una mezquita.

En diciembre, la justicia británica constató la voluntad terrorista de un ataque con cuchillo perpetrado años atrás por el neonazi Cavan Medlock en un despacho especializado en derecho migratorio. No ha sufrido condena penal por ello por haber caído, después del ataque, enfermo mentalmente.

Se trata de un puñado de episodios —dentro de una serie más amplia— que constituyen una derivada extrema y execrable de la progresiva afirmación de un coacervo de ideologías nacionalistas y supremacistas, uno que avanza con fuerza en gran parte del mundo, y en Europa también, desgraciadamente. El galope de ideas que sin mucha finura exaltan las loas de la civilización propia, pretenden mantener su pureza y dibujan a los otros como amenaza en múltiples niveles —socioeconómico, cultural, geopolítico— claramente supone un caldo de cultivo propicio para el brotar de plantas enfermas, por lo general solitarias, pero también con algunos casos de construcción de red.

Es un síntoma de que la cuestión civilizatoria está en el centro del devenir del mundo, y de forma peligrosa. Ello no constituye exactamente la materialización de los oscuros presagios de la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Mucho —empezando por los bloques civilizatorios definidos por el profesor— no encaja del todo bien con la realidad. Su Occidente, por ejemplo, parece resquebrajado por una división interna, así como el mundo ortodoxo lo es por una lucha fratricida. Pero sí parece innegable que el concepto de civilización se afirma con fuerza desestabilizadora.

Vemos, por ejemplo, de forma cada vez más descarada la defensa de la idea de Estados civilizatorios. Los EE UU de Trump que cortan el paso de forma indiscriminada a ciudadanos de una docena de países, en donde se ganan elecciones afirmando que los inmigrantes se comen mascotas, son un ejemplo claro, en donde la idea de futuro significa en el fondo un regreso al pasado, uno más homogéneo que la sociedad actual. La Hungría de Orbán es otro. Pero, aun sin llegar a ese nivel de cuajo, esa idea avanza en otros lugares del antiguo Occidente. Y en otras partes del mundo esa idea se afirma también de forma inequívoca. La Rusia de Putin invade otro país enfervorizada por un mantra de defensa de su civilización. China reivindica la suya con un aroma de fuerte nacionalismo. Y, así, un largo etcétera. Esto crea riesgos de choques geopolíticos a escala internacional. Y crea riesgos de violencia en el seno de las sociedades —sean actos aislados, o pogromos colectivos—. La historia muestra de sobra adónde conduce el apego exaltado al nacionalismo y la estigmatización de otros como amenazas.

El orgullo por los mejores logros de una civilización es un sentimiento espléndido. La defensa de un Estado civilizatorio es, en cambio, una peligrosísima rigidez mental, con grandes visos de acabar resultando en abusos contra individuos inocentes.

En la variopinta galaxia ultraderechista europea hay formaciones que juegan con retóricas deshumanizantes y con subentendidos supremacistas. La ultraderecha estadounidense trata de ayudarlas con la diabólica estrategia de catalogar como antidemocráticos los esfuerzos para contener ciertas derivas. Ellos tienen la responsabilidad primaria de alimentar un caldo de cultivo. La derecha tradicional europea, en demasiados casos, tiene la responsabilidad subsidiaria de cerrar ojos y oídos antes ciertas cosas (cuando no las emula tan solo con un sutil velo de maquillaje) porque necesita a esa ultraderecha para gobernar. Ciertas izquierdas también tienen una cuota de responsabilidad al rasgarse las vestiduras en público mientras fomentan una polarización que en vez de acorralar abre terreno a esos postulados, mientras en privado se frotan las manos porque esas derechas fragmentadas y ese componente ultra movilizan a los suyos —pese a que, de facto, esos suyos son cada vez menos—.

Tenemos enfrente una monstruosa hidra, y el racismo y la islamofobia de la ultraderecha son solo una de sus muchas cabezas. Se puede desactivar, pero requiere compromiso, entender la dimensión de su peligrosidad y ajustar a ella el grado de nobleza y generosidad con el que combatirla.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS. Autor de la columna ‘La Brújula Europea’, que se publica los sábados, y del boletín ‘Apuntes de Geopolítica’. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Autor del ensayo ‘La era de la revancha’ (Anagrama). Es máster en Periodismo y en Derecho de la UE
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