Cañones rusos blindan la costa española
Vigo, Cádiz, Ferrol o Cartagena comparten artillería enviada a España hace 200 años por el zar Alejandro I en uno de los grandes timos (mutuos) de la historia

La guía puesta por el Ayuntamiento ha convocado a los visitantes a la sombra de la puerta del recinto amurallado que corona uno de los mayores parques urbanos de Vigo, el monte de O Castro. Pero antes de acceder a la fortaleza que sirvió para defender la estratégica plaza —a lo largo de siglos— de los asedios extranjeros, la historiadora pide a los turistas que se atrevan a abandonar por un momento la frescura de la bóveda de entrada para observar dos cañones recalentados al sol de primavera. “Fijaos en el escudo que llevan”, propone, “¿sabéis de dónde es?”. “Investigamos la historia de estas piezas de artillería... los vigueses llevamos toda la vida viéndolas... y resulta no son de aquí... ¡Llevan el águila bicéfala del Imperio Ruso!”.
Uno de los mayores timos de la historia monárquica española acabó sembrando la costa, desde Cartagena hasta Ferrol, de armas fundidas en Rusia para el zar Alejandro I. Los de Vigo, montados sobre carcomidas cureñas de origen británico, ya sin ruedas (y pendientes de ser restauradas algún día), apuntan directamente a una fuente en una rotonda y a la gente que toma el vermú en la terraza de la cafetería de O Castro. Pero según los cálculos de un estudioso en la materia, el militar Diego Quevedo Carmona —alférez de navío y autor de una decena de libros, cuyo último destino fue el Museo Naval de Cartagena—, a España llegaron 630 de estas piezas de artillería que tuvieron muy diferentes suertes.

Mientras al menos 18 decoran los arsenales militares, museos navales, jardines públicos o lugares de paseo en Vigo, Cádiz, Ferrol o Cartagena, muchos posiblemente “fueron reutilizados como material de relleno”, para reforzar cimientos de edificios de la Armada bajo los que efectivamente han aparecido cañones. Otros, supuestamente, también se reciclaron como noray o punto de amarre en los muelles de la ciudad murciana. Entre esos noráis, el investigador cartagenero (apasionado rastreador de piezas históricas y escritor especializado en biografías de la Marina española y en la vida de Isaac Peral) ha contado hasta “15 cañones enterrados parcialmente”. Pero la parte que sobresale del cemento, para atar los cabos de los barcos, no es suficiente para comprobar si en esas viejas armas campa el águila bicéfala y zarista.
La causa por la que hay tantos cañones rusos en España está en aquel estrepitoso mal negocio que hizo Fernando VII con Alejandro I, en un momento en el que la corona necesitaba con urgencia barcos ya construidos para aferrar los dominios coloniales que escapaban de sus manos.

“España había perdido mucha flota de guerra en la batalla de Trafalgar” (1805), recuerda el militar retirado. “Construir un buque llevaba muchísimo tiempo”, así que se decidió comprarlos ”de segunda mano” con el fin de proteger las “posesiones de ultramar”. El rey se dejó asesorar por su camarilla en esta operación para adquirir, inicialmente, ocho navíos al zar, y el acuerdo se firmó el 11 de agosto de 1817 por 68 millones de reales de vellón. Los barcos de pino procedentes del Báltico, al mando del contralmirante Antón Vasilevich Von Moller, emprendieron su viaje desde Tallín, actual capital de Estonia, en octubre, pero no llegaron a Cádiz hasta el 21 de febrero del año siguiente. Durante cuatro meses habían necesitado hacer largas escalas para reparar “múltiples averías”.
Al llegar a España fue cuando se destapó la parte de la estafa correspondiente a Rusia, porque los barcos estaban casi todos en muy mal estado, con las maderas de los mástiles y las cubiertas apolilladas. “Se les conoce como los Barcos Negros”, cuenta a los turistas la guía de O Castro. Ese era un color característico de su casco, pero además habían viajado embadurnados “en brea para poder mantenerse a flote”. Estaban agrietados y las vías de agua aparecían por todas partes. De la mayoría de ellos, tras una inspección en el puerto, no se pudieron aprovechar más que los elementos de hierro.

Fernando VII se quejó a Alejandro I, y este itió el desastre, porque en compensación regaló tres fragatas más, que llegaron en octubre de 1818, recuerda Diego Quevedo. En medio del fiasco, se destituyeron algunos cargos que no habían tenido nada que ver con el nefasto negocio alentado por consejeros en la sombra. Algunas de las unidades, cuenta Quevedo, “quedaron arrumbadas desde el primer día en el Arsenal de La Carraca”, en la bahía de Cádiz, por inútiles e imposibles de recuperar. Cada buque estaba armado con entre 76 y 36 cañones.
Dos de estas embarcaciones lograron cruzar el océano más adelante, pero también les alcanzó el mal fario: el rebautizado como Reina Isabel fue apresado en Chile por los independentistas, y el Viva fue hundido en La Habana. El que se llamó Alejandro I hizo agua atravesando el Atlántico y tuvo que regresar. Las maderas de los barcos rusos aguantaban el frío del Báltico, pero no valían para largas travesías por aguas más cálidas. La flota vendida a España por Rusia fue “una verdadera ruina”, zanja el investigador de Cartagena.

La estruendosa chapuza tuvo también mucho que ver con la corrupción que campaba en la camarilla borbónica, conectada en sus manejos con el embajador ruso en España. Como un turista bastante informado pregunta por el tema, en la visita a O Castro acaba narrándose que en el pago de los barcos hubo dinero cuyo rastro se perdió, supuestamente entre los corredores y los cortinones de palacio, a manos de algunos consejeros.
Rusia cobró poco más de la mitad de lo que estipulaba el contrato, y reclamó el resto sin éxito durante una década. La operación de compra había sido negociada por aquellos hombres de confianza del monarca a espaldas del ministro de Estado y los responsables de Marina y Hacienda.

La mayoría de los barcos negros, con su pobre madera de pino apolillada, fueron desguazados entre 1821 y 1823. Solo eran reutilizables algunos pertrechos y la artillería que ahora apunta eternamente al horizonte en puertos y jardines. Algunos de estos cañones llegaron a ser montados en barcos españoles de nombre Guerrero, Constitución, Soberano o Héroe... pero siguieron tatuados para siempre, en lo alto de la caña, con el águila imperial rusa de dos cabezas y tres coronas, un cetro, un orbe y un escudo central con San Jorge y el dragón.
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